
El jueves 20 de noviembre de 2014 participé como ponente en el I Congreso de Investigadoras del Sistema Nacional de Investigadores. La inauguración tuvo lugar en el bello Edificio Carolino de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Fue muy emocionante ver la sala llena de doctoras en química, historia, matemáticas, literatura, ciencias sociales, biología, arte, pedagogía y demás, interesadas en discutir lo que significa ser investigadora en un país donde todavía hay quien nos imagina como «lavadoras con patas», según la rústica y majadera expresión de Vicente Fox.
Por ahí vi a dos estimadísimas colegas, la Dra. Elizabeth Vivero Marín, de la Universidad de Guadalajara, y la Dra. Alicia Ramírez Olivares, de la BUAP. Eché de menos a muchas otras compañeras, también doctoras, también investigadoras nacionales, que podrían haber aportado algo a la discusión de quienes nos formamos en el terreno de las letras; pero sé que hay quienes prefieren no cuestionar la inequidad de género.
Pues bien, en la Sala Severo Martínez de la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP, leí en siete minutos exactos, una reflexión titulada «La escritura de mujeres del siglo XIX: de la invisibilidad a la posibilidad». Aquí está:
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Hace pocos años, durante una de las entrevistas que formaban parte del proceso de ingreso al doctorado, un eminente profesor-investigador, tras revisar con franco disgusto mi hoja curricular, preguntó: “¿por qué pierdes tu tiempo con el género y la escritura de mujeres?”, y añadió: “en esta institución no trabajamos eso, aquí hacemos investigación literaria de verdad”. Su insólita objeción contra una teoría y un tema tan específicos, me recordó a quienes insisten en restar relevancia teórica a las aportaciones del pensamiento feminista, arguyendo que no es unívoco, con lo cual impelen a preguntar si pensarán que el existencialismo, la hermenéutica o el estructuralismo son rocas puras. Pero el profesor-investigador de aquel colegio dudaba de la utilidad de la teoría de género, así como de la importancia de dedicar una tesis doctoral a la escritura de mujeres del siglo XIX. Mi derrotero era, en su opinión, una pérdida de tiempo.
A la luz de aquella anécdota -que desde luego orientó mis pasos hacia una universidad distinta-, pienso en una de las preguntas con las cuales nos invitan a dialogar la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y el Sistema Nacional de Investigadores: ¿cuáles son los problemas a los que nos enfrentamos las investigadoras especializadas en cierta área (la escritura de las mujeres del siglo XIX, en mi caso)? Para abreviar, aquí sólo referiré uno de esos problemas, uno relevantísimo, porque está en la base de muchos otros: la generalizada falta de interés en nuestra producción cultural; una falta de interés basada en la presunción de que tal producción cultural es irrelevante en el marco amplio de lo humano. Esto, grave de suyo, es un golpe bajo para quienes hacemos arqueología literaria al buscar en diarios, revistas, libros y documentos inéditos, la escritura creativa de nuestras antepasadas, con el objeto de estudiarla, editarla y otorgarle su justo sitio en la historia general de la literatura mexicana.
Y debo confesar que, precisamente debido a ese escollo, lo más inquietante de investigar la vida y obra de las escritoras del siglo antepasado, es la familiaridad con que una se enfrenta hoy con las mismas ideas preconcebidas que a ellas les cerraron las puertas. Es agridulce saberlas interesadas en negociar, cuestionar o aceptar la censura social en el contexto donde surgieron, rodeadas de asombro, tanto la primera médica como la primera abogada del país (1887 y 1898, respectivamente): si antaño se cuestionaba a quienes decidían hacer públicos sus textos literarios a través de diarios de la República Restaurada y el Porfiriato, hoy se cuestiona a quienes se interesan en esas historias y ocupan el espacio académico (sus cátedras, sus becas, sus congresos, sus publicaciones) para divulgarlas. El panorama ha cambiado -muestra de ello es esta reunión de doctoras en tantas disciplinas, claro está- pero a momentos es turbador el parecido.
No es casual que en la misma institución donde aquel profesor-investigador cuestionó mi interés en la escritura de las mujeres, durante un congreso una joven profesora respondiera esto al ser interrogada sobre la presencia de poetisas en el siglo XIX: “hubo muy pocas versificadoras y todas eran malísimas”. La descalificación es sumaria e injusta, muestra gran desconocimiento y un peligroso desdén. Peligroso y contraproducente, sí, porque las cuentistas, dramaturgas, ensayistas, novelistas y periodistas de la segunda mitad del siglo XIX, hoy en el olvido, inauguraron para aquella profesora, para mí, para nosotras, la categoría de escritoras profesionales, que antes no existía. Ahí, surgidas después de décadas de guerras y cambios de gobierno, surgieron las primeras mexicanas que pudieron vivir de su pluma, de su asomo al espacio público a través de la palabra. Desconocerlas implicaría restarnos presencia en el mundo.
Nuestra concepción del devenir de las letras mexicanas seguirá siendo trunca mientras no incluya esa historia: la de aquellas que profesionalizaron el ejercicio de la escritura y nos legaron espacios profesionales y creativos, así como estrategias de acción. De ahí la relevancia de incluirlas en los libros de historia, en los congresos, en los trabajos de divulgación general que nos permiten tejer una genealogía donde la presencia pretérita de mujeres no es una excepción bondadosa, sino un logro conseguido a pulso.
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* Programa completo: http://mujersni.ifuap.buap.mx/programa.html
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